lunes, 11 de abril de 2011

China, su origen

China se llama así por Chin Shi Huang, que fue su primer emperador.

El fundó a sangre y fuego la nación, hasta entonces despedazada en reinos enemigos, le impuso una lengua común, un común sistema de pesas y medidas, creo una moneda nacional única, hecha de bronce con un agujerito en el centro. Y para proteger sus dominios alzó la Gran Muralla, un infinito muro de piedra que atraviesa el mapa y sigue siendo, dos mil doscientos años después, la defensa militar más visitada del mundo.

Pero estas minucias nunca le quitaron el sueño. La obra de su vida fue su muerte: su sepultura, su palacio de después.
Comenzó la construcción el día que se sentó en el trono, a los trece años de su edad, y año tras año el mausoleo fue creciendo, hasta ser más grande que una ciudad. También creció el ejército que iba a custodiarlo, más de siete mil jinetes y soldados de infantería, con sus uniformes del color de la sangre y sus negras corazas. Esos guerreros de barro, que ahora asombran al mundo, habían sido modelados por los mejores escultores. Nacían a salvo de la vejez y eran incapaces de traición.

El monumento funerario era trabajo de presos, que extenuados morían y eran arrojados al desierto. El emperador dirigía la obra hasta en los más mínimos detalles y exigía más y más. Estaba muy apurado. Varias veces sus enemigos habían intentado matarlo, y él tenía pánico de morir sin sepultura. Viajaba disfrazado, y cada noche dormía en un lugar diferente.
Y llegó el día en que la colosal tarea terminó. El ejército estaba completo. El gigantesco mausoleo también, y era una obra maestra. Cualquier cambio ofendería su perfección.
Entonces, cuando el emperador estaba por cumplir medio siglo de vida, vino la muerte a buscarlo y se dejó llevar.


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